Foto: © Flickr / Juguetes Tradicionales Mexicanos
Texto: Lila Simón
Fui una niña feliz. Lo sabía desde entonces, pero no me importaba. Pensaba que todas lo eran. Mis preocupaciones fueron las de una niña ordinaria. A mi hermano y a mí nos enseñaron a cuidar y respetar a los animales; a que con trabajo y esfuerzo se alcanzan logros. A que nunca debes tomar nada que no sea tuyo; a respetar a las personas, independientemente de su condición. A compartir en tiempos de escasez, y disfrutar y ahorrar en los de abundancia. Nos enseñaron a sentirnos orgullosos de nuestra raíz, a tener aspiraciones y alcanzar metas.
Mis papás fueron estrictos sin sobrepasarse. O quizá sí, alguna vez. Con los años me di cuenta de sus esfuerzos por criarnos de forma distinta a como ellos fueron educados. Se confrontaron a sus propias creencias, a la herencia machista; se reinventaron cuando sus niños se hicieron adolescentes y luego adultos. Martita y Marcelino siempre hacían de nuestra casa un hogar limpio, fresco, adecuado para refugiarse, para crecer, para dormir sin miedo, para soñar. Nada sobraba pero nunca nada faltó.
En esos años la comunidad era más solidaria. Los vecinos llegaban de Puebla y Oaxaca, incluso de Centroamérica. En los 70 El Salvador y Guatemala vivieron la guerrilla, la persecución y el desplazamiento. México en los 80 se convirtió en el refugio de algunos y en el oriente del Estado de México fincaron su hogar. Recuerdo a entrañables vecinas, que se hicieron comadres, mujeres que eran como mi madre: imparables, cálidas, jóvenes, rebosantes, fértiles. Eran claros los roles de las mujeres. No cabían las “extravagancias”.
Las familias organizadas iban por el chamaquerío a la primaria El Insurgente, en el Barrio de San Pedro. En los meses de abril y mayo -ahora de la pandemia- las caminatas a la escuela, un poco después del alba, eran soleadas, entre árboles inmensos y girasoles de temporada. Recuerdo la textura de la tela mascota, que hacía los tablones y el peto de mi uniforme. A esa edad eran gracia las calles sin pavimentar con renacuajos en los charcos y sapos de canto nocturno.
El lodo dejó de ser un juego, era espejo de lo marginal, del cambio prometido que nunca llegó a Chimalhuacán. Tengo recuerdos de mucha gente: maestras, compañeras de infancia y personajes como la señora que vendía menudencias de cerdo; la familia de campesinos sobre la carreta llena de alfalfa para alimentar conejos, y los circos ambulantes que incumplían su promesa de presentaros fieras y fenómenos.
Tampoco olvido la cocina de mi casa. En ella todo sucedía: olía a café con leche y a mantecadas recién horneadas por mi madre. Mi mamá tiene voz de mando. Así nació. Su llamado a comer y otras ordenes jamás se repetían. Revisaba con doctrina militar los cubiertos que me tocaban secar y ordenar en un cajón del que una vez me salió la inspiración para garabatear un poema.
En los patios de la casa vivía el sol. Cuando más brillaba, mi papá se subía a la marquesina y nos cantaba. Sus hijitos morenos y velludos, abajo, desde la tina con más agua afuera que adentro, no parábamos de reír. Los deditos se nos ponían como de viejitos.
En la calle El Vergel no todas las niñas crecimos igual. Algunas interrumpieron el juego o el estudio para ser las madres de sus hermanos. Eran pequeñas amas de casa que cocinaban, hacía mandados y limpiaban porque así lo exigía su rol de hijas mujeres. Eran la extensión de sus madres a las que también les correspondía el manotazo del padre-marido sobre su cuerpo, espalda y piernas. Adoloridas, por varios días no podían sentarse, Mientras sus madres, de sol a sol, estaban en el lavadero, llenando lazos y lazos de ropa que sus hijos nunca lucían.
Éramos de la misma edad pero ya no nos reconocíamos. Nosotros nos cambiamos de casa. Alguna vez que volvimos me encontré que las madres sustitutas ya habían parido a sus propios críos y ocupaban los lavaderos de sus madres viejísimas.
Me despedí de esas niñas y nunca más supe de ellas. A veces pienso que las abandoné en ese afán de no abandonarme a mí misma.
Me quedan imágenes de sus sonrisas, de sus manitas partidas, de los cabellos negros y lacios, de cuando éramos libres en un columpio que colgaba del pirul, al otro lado del canal.
Hay otros datos que no deberíamos de olvidar:
La ONU Mujeres informó que en 2019 se registraron 98 niñas y adolescentes víctimas de feminicidios y 191 niñas y adolescentes víctimas de homicidio doloso. Es decir, en México todos los días una niña es asesinada.
La necesidad de permanecer en los hogares puede agudizar los riesgos para mujeres, niñas y niños. La pandemia por Covid-19 genera otra pandemia, la de la violencia. Cuando hay violencia contra las mujeres en el hogar hay violencia contra niños, niñas y adolescentes.
Segú la Red por los derechos de la infancia en México ,entre enero 2015 y julio de 2019, el Estado de México, Veracruz, Jalisco y Chiapas, en ese orden, fueron las entidades más letales por razones de género en contra de niñas y adolescentes, con 55, 33, 23, y 21 víctimas de feminicidio.