Decido matar un par de clases, específicamente química y etimologías grecolatinas, la primera porque no le entiendo, y la segunda porque no hice la tarea y salgo temprano de la prepa…

Hoy es un martes no muy normal, la mayoría de mis cuates no se ha parado por la escuela, y los que lo han hecho, o si han entrado a clase, o andan en otros asuntos. Entre esto y una incipiente gripe, hacen que rodeado por algo así como mil alumnos de la prepa nueve “Pedro de Alba”, me sienta más solo que en medio de la nada, así que me voy caminando por insurgentes norte, hasta llegar a la estación del metro “18 de marzo”, no sin antes hacer una escala para comprar por tan sólo diez pesotes, un vaso de unicel, relleno de una mezcla formada por lo tradicionales esquites, acompañados de una generosa ración de mayonesa, chile piquín, limón, sal, queso rallado, y de pilón, a la cuchara de plástico, le dan una embarrada en una barra de mantequilla, del tamaño de un cuaderno de doscientas hojas.

Al estar formado para comprar un boleto, aprovecho y me como paciente y ricamente mis diez pesos de esquites “con todo”, al tiempo que me estoy tomando lo último de caldito. Llego a la ventanilla de la taquilla, y por tener la boca llena, sólo le extiendo mi mano con tres pesos, lo que sirvió de pretexto, para que la “señorita” boletera sacara a flote las seis horas de claustrofóbico encierro en que tienen a esas personas. Alzó sus abotagados ojos llenos de rutina, y me gritó por el orificio de la ventanilla -¿Cuántos boletos quiere?-, tuve que hacer un esfuerzo para no reír y llenarle de esquites su inmaculada ventanilla, -¿cómo que cuantos quiero?, si tomamos en cuenta que los boletos son a dos pesos con cincuenta centavos, de seguro me ha de alcanzar para cien-… Decido guardar para mí esa lógica reflexión y me limito a levantar el dedo índice de la mano derecha, haciendo gráfica mi intención de comprar sólo un boleto.

Estoy parado en el andén con dirección a Ciudad Universitaria, voy a caerle a un cuate que vive a escasos metros de la estación “Zapata”. Siento un poco de escalofrío por mi gripe, así que me abrigo mientras espero la salida del gran gusano naranja. Noto a unos seis metros delante de mí, a una pareja. Ella tiene más porte que estatura, de hecho no es muy alta, cabello negro, sujetado en forma de cola de caballo hasta los hombros, tiene la cara como hecha a mano, unos ojos tan negros como encantadores y una boca tan bella, que invita a besarla. Lleva puesto un ajustado conjunto de mezclilla negro que no deja mucho a la imaginación sobre las curvas que completan la descripción de su figura, yo le calculo más de veinticinco años. El es más alto y más viejo que ella , como de mi estatura. Parece un viejo cubano sacado de alguna película de los años cuarentas, es moreno, con el cabello y el bigote tan blancos, que parece que son  blanqueados por algún método distinto al paso del tiempo, enfundado en un traje cruzado de lana azul marino y camisa blanca con el pecho descubierto, exhibiendo un dije de plata de regular tamaño en forma de una “S”.

Al llegar el metro, abordamos por diferentes puertas el mismo vagón, me sentí feliz por cruzar una mirada con ella, pero sin darme cuenta al voltear, el que me miraba directo a los ojos era su acompañante. Ocupé el asiento individual que viene junto a la puerta, y ellos uno de los dobles, pero viendo hacia mí. Para la siguiente estación “Potrero”, el intercambio de miradas entre los tres ya había iniciado, ella me lanzaba miradas traviesas y furtivas, teniendo cuidado de que su vetusto acompañante no se diera cuenta, pero no era necesario vigilarla a ella, bastaba con que el cliché de cubano se me quedara viendo a mí, para adivinar que estaba devolviéndole la mirada a su linda compañera de asiento. El enorme ajetreo que se genera en la estación de “La Raza”, me mantuvo alejado de los prometedores ojos de ella, pero también de los amenazantes ojos de él, quién estando a la mitad del camino para llegar a “Tlatelolco”, sólo dejó de mirarme de forma amenazante cuando se paró a medio pasillo para decirme con un fuerte acento jarocho, “Deje de molestarnos”. Su repentino acto, dirigió de inmediato todas las miradas curiosas hacia mi, mientras agachaba la cabeza, como queriendo esconderme, pude escuchar como era defendido por una voz femenina como de hot line, que a pesar del acento jarocho y los gritos conservaba algo de sensual, sí mi cómplice en hasta ese momento un inocente intercambio de miradas me estaba defendiendo a la vez que lo hacía con ella misma.

Legando a “Guerrero”, el intercambio de miradas, en donde al principio participábamos sólo nosotros tres, era ahora un comunal y divertido ejercicio de descaro, sí, no podría llamar de otra forma a las miradas que me dirigía una señora, que si no me equivoco, y a juzgar por las raíces blancas que le arruinaban el tinte castaño obscuro y las manos llenas de pecas y arrugas, andaría rondando los cincuenta años, sentada enfrente de mí, al tiempo en que me lanzaba miradas reprobatorias, meneaba la cabeza a un lado para otro, al ritmo de los movimientos del vagón. Unos chavos recargados en la puerta, junto a la cincuentona  me miraban dándome el apoyo y aprobación que nos brinda la fraternidad de la edad. Un par de señores que estaban recargados en la puerta que comunica al siguiente vagón, estaban tan ocupados analizando la pluma de veinte colores que le compraron a un vendedor ambulante dos estaciones atrás, que apenas y alzaron la mirada para ver que todo siguiera en orden y sin aspavientos, y continuaron observando lo que a su juicio era una ganga. Mi jarochita también tuvo que bajar por un momento la mirada, ya que en el asiento doble justo enfrente de ellos, estaban viajando una señora junto con un par de chiquillos, a los que sólo les quitó un poco de atención para mirarla de forma recriminante a ella y dedicarle a él unos ojos de compasión, por tener que lidiar con ese tipo de mujeres. En el otro par de asientos dobles, viajaban en uno de ellos, un estudiante de medicina, enfundado en su bata blanca con el escudo del IPN, junto con su abuela, la cual le venía previniendo de ser como yo o como cualquier otro, que no mostrara el más mínimo respeto hacia, las personas mayores o hacia las mujeres decentes y sobre todo ajenas. En el otro venían dos turistas españoles, de los cuales su única preocupación aparente era saber cuantas estaciones faltaban para la estación “Chapultepec”, y porque las estaciones no estaban identificadas en color rosa como les había dicho el botones del hotel.

En “Hidalgo”, gracias al gran movimiento de personas, tuve otro descanso. Del reparto de la estación anterior, sólo quedábamos además de mi, los jarochos, los españoles y los compradores compulsivos de plumas de más de cuatro colores, ante este nuevo elenco de testigos, continuamos con nuestra triangulación de miradas entre el jarocho, mi jarochita y yo. En ese momento el jarocho cambió de técnica, ahora el objetivo de sus airados reclamos era mi jarochita, que ni con su dulce voz podía calmarlo. Me sentí con la responsabilidad de devolverle el favor de defenderme estaciones atrás, y sin pensarlo dos veces me levanté y con un –Deje en paz a la señora, que no viene haciendo nada malo, viejo wey-, que me gano un buen empujón, que de entrada me regresó hasta mi lugar y me sirvió para comprobar que si bien el jarocho lucía viejo, su fuerza y movimientos, no correspondía a su apariencia, no bien terminaba de recuperar la vertical perdida por el empujón y los movimientos del vagón, tuve que esquivar una patada que de haber dado en el blanco, me habría tirado de nuevo en el pasillo a merced de su coraje.

En cuanto se abrieron las puertas en “Juárez” salimos a darnos de golpes, contando con la esperanza de una buena recompensa por parte de la jarochita, me brinde en los mandrakes, pero entre el jaloneo, las personas que bajaban del metro, las que subían a el, los gritos de la jarochita, no sé como terminamos a la orilla de la línea de seguridad, en el justo momento en el que llegaba el siguiente convoy del metro. Mis intenciones en ese momento iban, desde dejarlo por la paz, hasta salirnos a la calle a seguir con el pleito y el que gane que se quede con la jarochita, pero mientras ordenaba mis ideas, sentí como la jarochita se abrazó a mi cintura y le propino un caderazo al puro apagado de su marido, de tal forma que este cayó a las vías del convoy, en el momento en que este estaba pasando, como resultado, en cinco minutos policías, bomberos y gente del SEMEFO estaba llenando el túnel de los andenes.

Ya en la delegación, todo parecía una pesadilla, la jarochita por la cual me había trenzado a golpes, esperanzado en sus guiños de ojos, en sus insinuantes mordidas de labios, había mutado en cuestión de nada a una pobre viuda desamparada y hambrienta de justicia. En su declaración, consignaba que yo tenía varias estaciones molestándolos tanto a ella como a su marido, que ellos al bajar del metro para seguir con su camino habían sido alcanzados por mí, para golpear a su marido y matarlo para después ultrajarla. Mientras escuchaba esta declaración invocaba a que llegaran los testigos que vieron cómo había sido el jarocho el primero en iniciar las hostilidades, en la estación de “Guerrero”, pero los testigos que figuraban en el resto de las declaraciones, eran los que subieron en “Hidalgo”, así que no habían visto nada, y los que habían bajado en “Juárez” que venían desde “Guerrero”, no habían puesto atención a lo sucedido en esta estación.

Estando en los separos esperando a que llegue mi papá, junto con un abogado amigo de la familia, para ver que es lo que procede, sin decir nada, llegan los custodios por mí, y me suben a una camioneta de traslado, para llevarme al reclusorio norte, alegando que como era un homicidio, todo el proceso lo tenía que pasar tras las rejas. Al salir de la delegación, perdí noción del tiempo y la distancia, mismo que sólo pude recobrar cuando se volvieron a abrir las puertas de la camioneta de traslado, pude reconocer el entorno, estábamos en la carretera méxico-queretaro, apenas me estaba acostumbrado a la luz del sol, cuando uno de los custodios, me dijo –Ya nos avisaron por radio que tu abogado ya soltó una feria para que te peles, así que como vas-, sin entender bien a bien sólo me subí a una camión que como todo indicativo de ruta o destino, decía Puente Grande.

La imagen de la jarochita declarando tantas cosas que no eran me daba vueltas en la cabeza, así que decidí regresar para ajustar cuentas, pero apenas había logrado acercarme un par de cuadras a la delegación, en donde aún se encontraba realizando papeleo para la entrega del cuerpo, cuando uno de los custodios que me llevó a la carretera, me reconoció, y de un empujón fui a dar contra el piso, al tiempo en que me eran colocadas las esposas, me dijo – Ya te chingaste, para que no te pelaste cuando tuviste oportunidad, ahora te va a salir más caro-.

Estoy sentado en un bote de pintura vacío, esperando a que las cosas las pueda arreglar mi papá y el abogado, ahora estoy acusado de acoso, lesiones, homicidio e intento de fuga, mientras espero noticias, veo mi reloj, y me doy cuenta que a estas horas estaría saliendo de la escuela.

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